lunes, 16 de enero de 2012

El vestido de Mercedes

Mercedes iba en el asiento trasero del carruaje. El polvo se había impregnado en el vestido que su esposo le había regalado meses antes, cuando la llevó a Puebla del Castillo. Una leve sonrisa asomó a sus labios al recordar. Ese día Alberto la levantó por los aires ante las risitas de la servidumbre, golpeó la puerta con el tacón de su bota derecha y entró en la casona con Mercedes. El rubor había brotado en sus mejillas pero no importaba. Repleta de emoción, besó al hombre con el que días antes había contraído matrimonio. Después de comer, Alberto la acompañó a la que sería su alcoba. Allí, extendido sobre la cama, encontró un vestido de seda verde; era el primer regalo que Alberto le hacía como marido.


Aquel martes 12 de septiembre era un día árido, y en Puebla del Castillo y alrededores, el calor seco endurecía los rigores del camino. El asiento del carruaje golpeaba los huesos de Mercedes en cada uno de los baches; los pensamientos también le golpeaban las sienes. Nunca olvidaría la clara mañana en la que se dispuso a visitar a Castora, enferma de tisis; llevó a su chabola al médico del pueblo y permaneció con ella el resto del día aliviando su dolor. Castora le pagó con una sonrisa forzada y le suplicó que llevara a su hija a la casona y la pusiera a su servicio; le rogó que la sacara de aquel antro y le dijo que no moriría en paz hasta que no oyera de sus labios la promesa. Entonces Mercedes prometió y cumplió, y llevó a la joven a su casa.


Ya se veían las humildes casas del pueblo vecino.
- ¡Mire, señorita! ¡Estamos llegando al puente San Benito! ¡Mire los saltos del río, y los peces que asoman haciendo anillos en el agua…!
Pero Mercedes no podía apartar de su mente la imagen de Marta, la hija de Castora, la joven protegida que acogió en su hogar como a una hija; no podía olvidar aquellos ojos negros ingenuos, aquel rostro dorado, aquel cuerpo perfecto de niña y mujer; cuando la sorprendió probándose el vestido.


Pasaban ya por las calles de San Benito; atravesaban los vericuetos marcados por hileras de casas recién jalbegadas, blancas, limpias, impolutas. El caballo casi rozó a una mujer que cruzaba la calle con un niño en brazos. Airada, escupió a Mercedes al pasar el carruaje y gritó:
- ¡De esta gente es la vida!
José apuró al caballo.
- ¡No haga caso, señorita! ¡Esa fulana no sabe lo que dice!
Mercedes no contestó, sólo sintió una opresión en su pecho agitado que apenas la dejaba respirar.
Ya de nuevo en el camino abierto, José paró el carruaje y la ofreció el botijo que guardaba en las viejas alforjas que la noche anterior había atado con esmero. Mercedes bebió un pequeño trago y agradeció con la mirada.
- Sólo nos queda una hora de camino. Llegaremos a Villa del Rey a la hora del almuerzo. Intente dormir un rato. Pronto estará de regreso con sus hermanas.
Mercedes tomó la mano ruda de José entre las suyas:
- No sabes cuánto te agradezco lo que haces por mí. Ahora me alegro de tu insistencia por venir conmigo a Puebla del Castillo aunque tuvieras que dejar a mi familia. Continúa, José, quiero llegar cuanto antes a mi casa.
José acarició en la frente a su caballo alazán y continuó el viaje. Mercedes se quedó dormida observando los movimientos de José con una profunda gratitud y familiaridad. No podía calcular el tiempo que había pasado cuando despertó; entonces no pudo evitar los recuerdos más dolorosos y vio de nuevo, como en una pesadilla oscura, la puerta entreabierta del cuarto de Marta, escuchó el horroroso jadeo de la pasión y la voz inconfundible de Alberto. Aquella fue la última vez que la oyó.


- Despierte, doña Mercedes. ¡Mire! a lo lejos se ve el pueblo. Estamos llegando a casa. Allí podrá quitarse ese horrible vestido para siempre.

Se trata de uno de mis relatos que aparece en el libro "DE LA VIDA Y OTROS VIAJES". Autores: Joan S. Alós Batlle, Isidoro Filella Baldoira, José Luis Muñoz Boix, María Luisa Sánchez Vinader, Assumpta Solsona Cabiscol y Eva Torres Giménez.

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