martes, 17 de enero de 2012

Un café en la estación

Roberto no podía comprender su actitud: ¡Le apetecía estar solo! No había dicho a sus hijos que llegaría aquella tarde, ni siquiera que iba a visitarlos. Pocas veces en su vida había disfrutado de momentos propios, al menos desde que su mujer falleció. Agradecía el interés de familiares y amigos pero necesitaba reflexionar sobre cambios importantes para no dejarse vencer por la tristeza.

Tomó asiento en una mesita redonda, pidió un café con leche, suspiró profundamente y dedicó largos minutos a escuchar el murmullo de voces próximas y lejanas, a imaginar historias protagonizadas por los ocupantes de otras mesas. Debían haber llegado algunos trenes, pues en poco tiempo la terracita se llenó. Una chiquilla jugaba correteando entre las mesas mientras devoraba crujientes ganchitos. Roberto sacó la bolsita de tabaco, un antiguo mechero dorado recargable y aquella pipa de color nácar que años atrás le había regalado su esposa por Navidad. Con lento ritual cargó la pipa, prensó bien el tabaco, lo encendió y dio las primeras caladas; al principio cortas, después profundas y humeantes…

Mientras aspiraba el humo, Roberto distinguió la figura de una mujer que se acercaba a su mesa; llevaba un traje crema y el bolso de viaje marrón haciendo juego con los zapatos. Caminaba con cierto estilo, de forma elegante aunque algo desnivelada. Con un ligero movimiento comprobó que no quedaba ninguna mesa libre. Ya enfrente, la mujer, como distraída y casi sin mirar, le preguntó si le permitía sentarse con él pues aún debía esperar dos horas hasta la partida del tren de las cinco.

Roberto carraspeó. Por fin pudo aclarar la garganta y asentir con palabras que a él se le antojaron torpes. Se inclinó levemente y con un ligero ademán señaló la silla.

- Por favor… sea tan amable. Hará compañía a un viejo solitario.

Elisa no pudo responder. Permaneció un rato con la cabeza inclinada y cuando la entornó pudo sentirse como un viajero en su embarcación sin posibilidad alguna de rectificar la trayectoria. Sin poderlo evitar, fue recorriendo aquel rostro de facciones elegantes, cultas, educadas; esos gestos vigorosos marcados por el dolor, y a la vez por la dulzura. La nariz recta le imprimía personalidad; también la boca: grande, sincera, de gruesos labios dibujados por un enorme bigote gris –casi blanco- como su pelo.

En poco tiempo, Elisa se sintió relajada de nuevo, pero más viva, más enérgica y animada que nunca. Notó en su cuerpo el abrigo de la amabilidad, de la acogida, de la confianza. Al cabo de un rato Roberto ya no era un desconocido: charlaba con él de sus gustos y manías, de lo absurdo de su vida… Con toda familiaridad Elisa escuchaba la carraspera de Roberto, observaba cómo elevaba las cejas y soltaba ruidosas carcajadas…

Roberto no podía comprender que una “mujer, MUJER” –como él solía decir- no se hubiera casado; y en el transcurso de la conversación, se lo planteó abiertamente. Elisa le contó una historia; algo sobre un novio, una separación… Nunca más quiso enamorarse.

Tras el relato de Elisa, surgió un largo silencio y la pipa de Roberto se apagó, pero él no volvió a encenderla. Se quedó mirándola. Llevaban mucho tiempo hablando como viejos conocidos sin haberse revelado sus nombres, más el tiempo no parecía transcurrir para ellos.

Frente a su mirada, ella se turbó… Aquella carcajada, la carraspera, las cejas elevadas durante la conversación… A Elisa le parecía conocerlas. Y el mechero que había sobre la mesa también.

Sonó el altavoz: “Se avisa a los señores pasajeros que el tren de alta velocidad con destino a Zaragoza efectuará su salida dentro de unos instantes”.

La niña tropezó con la maleta de Roberto y Elisa volvió la mirada. Entonces vio la tarjeta adherida y notó en el pecho los fuertes latidos de su corazón. Rezaba: Roberto Alonso de Urquijo. Se levantó del asiento compulsivamente.

Roberto asió con fuerza su muñeca en un ademán de no querer dejarla partir. Al poco tiempo, el reloj de la estación marcaba las cinco y cinco de la tarde y la muñeca de Elisa seguía entre sus manos.

Uno de mis relatos. En el libro "De la vida y otros viajes". Autores: Joan S.Alós Batlle, Isidoro Filella Baldoira, Rosa María Pedroche Martínez, María Luisa Sánchez Vinader, Assumpta Solsona Cabiscol y Eva Torres Giménez

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario