jueves, 11 de septiembre de 2014

Las peripecias de Lourditas. Presentación.


Hola. Me llamo Lourditas. Tengo 19 años y soy una chica muy simpática -eso, al menos, es lo que todo el mundo dice-. No debo ser muy guapa porque la gente se queda parada cuando me mira. Tengo una mamá preciosa. Ella dice que soy diferente a otros chicos. Mi padre también; pero solo cuando presenta documentos en lugares donde hay oficinas, luego asegura que soy normal si habla con los profesores o con otros hombres. Yo, sinceramente, creo que soy especial. Mamá me lo dice con una sonrisa que, si se comiera, sería de mermelada de melocotón. Papá, sin embargo, se pone muy serio y habla de leyes y de ayudas económicas. Se enfada cuando lee certificados antiguos donde dicen que soy subnormal, luego saca otros y aparezco como minusválida, después, discapacitada y, en los últimos, resulta que soy una persona con diversidad funcional.

Yo lo que sé es que abrazo como nadie, sonrío siempre y soy una chica muy aplicada, pues hago todo lo que me mandan poniendo los cinco sentidos. Me gusta pasear por el campo, correr tras las mariposas, brincar sobre el agua en los días de lluvia, ver dibujos animados y… -¡uf! me he puesto colorada- también me gusta un chico.

Este libro lo he escrito yo, aunque me ha ayudado mi profesora de lengua en la redacción y la ortografía. ¡Pero que quede bien claro: lo he escrito yo! Os va a gustar mucho. No dejéis de leerlo. Os contaré cosas de mi vida, de mi familia y de mi corazón. Y cuando lo terminéis y me conozcáis, por favor, saludadme si nos encontramos por la calle y decidme: “adiós, Lourditas, eres una chica maravillosa, eres única, eres especial”.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Un cuento diferente

Cada noche pedía a mi madre un cuento. No quería uno cualquiera, ni siquiera que cambiase para disfrutar historias inesperadas con el habitual asombro infantil:

- Mamá: cuéntame el cuento de Pulgarcito.
- ¡Pero, hija, si no lo sé bien!
- No importa. Tú cuenta.
- Bueno, hija, inventaré lo que no recuerde...

En cada ocasión el cuento era diferente, pero los hermanos de Pulgarcito llegaban sanos y salvos a casa en las distintas versiones gracias a la inteligencia y pericia del más pequeño.

Antes de cubrirme con sábanas limpias, mi madre colocaba en la cama el arco de madera fabricado por mi padre. Se trataba de un artilugio ideado para sostener una bombilla potente que proporcionaba calor a mis piernas inmovilizadas por aparatos ortopédicos.

Pero eso no representaba ningún obstáculo: yo dormía feliz soñando que en el futuro salvaría a mi familia valiéndome de la inteligencia. ¡Yo era Pulgarcito!


martes, 26 de junio de 2012

A CONTAR...


Nadie cuenta los dedos como ella.

Cuando me acerco, coge y palpa con sus manos uno a uno mis dedos. Comienza: "uno... dos... tres... cuatro... ¡cinco! ¡SON CINCO! -exclama asombrada-.

Luego repaso:
- ¿Cinco y cinco?
- Diez.
- ¿Diez y diez?
- Veinte.
- ¿Veinte y veinte?
- Cuarenta.
- ¿Cuarenta y cuarenta?
Duda
- Sesenta.
- Ochenta.
Corrijo a la vez para que no parezca una corrección. Y este ritual acontece todos los días. Es maravilloso.

Tiene voz de miel cortada y quebrada, sonrisa plácida y serena; es toda manos, oídos y corazón. El resto del cuerpo no le funciona. Nadie cuenta los dedos como ella. No es una niña pequeña; es mi madre. Tiene noventa y dos años. Es un ser totalmente indefenso y dependiente, ávido de amor y caricias. El Señor me bendijo con su paz.

Nunca pensé que nadie pudiera hacerme tan feliz solo por contar mis dedos.


viernes, 20 de enero de 2012

El cepillo de plata


            A Herminia le gustaba cuidar su pelo. Cada mañana, tras el aseo diario, se paseaba por el jardín dejando que la brisa fresca le acariciase las sienes. Sus largos cabellos blancos ondeaban sueltos con libertad.

            Luego Herminia subía los dos peldaños que conducían al interior de la casona. Tenía que recorrer un pasillo largo y oscuro hasta llegar de nuevo a su alcoba.

            Orden, esmero y ternura reinaban en todas y cada una de sus pertenencias. La cama era de noventa y estaba cubierta por una colcha lisa de un color crema claro que entonaba con el ambiente de la habitación.

            Aquella mañana, como todas, Herminia se sentó frente a un enorme espejo y alisó sus cabellos con un bonito cepillo de plata. Una lágrima recorrió su mejilla izquierda con tranquilidad, sin aspavientos…, y se deslizó con la madurez con la que una pena honda, larga y profunda recorre las entrañas.

            Mientras cepillaba un mechón, se acordaba de Enrique, de su pelo rizado, de sus grandes ojos negros, del porte elegante de su talle, de la fuerza de sus brazos.

            Él fue quien, años atrás, la había regalado aquel cepillo de plata con relieves de flores y cerdas suaves de color crema claro. Él fue quien un día le prometió amor eterno y le pidió matrimonio. Él, quien preparó por todo lo alto la fiesta de pedida y convocó a padres, hermanos, tíos y primos.

            Hacía ya años que Herminia había quemado las cartas de Enrique y le había devuelto los pendientes de pedida, pero no había podido deshacerse del cepillo.

            La misma noche de la infamia, Enrique y Herminia se encontraban solos en el jardín mientras los invitados charlaban en el salón de la casona. Enrique acariciaba el pelo de Herminia con dulzura. Una música de organillo llegaba tenue hasta el jardín y animaba a los grillos a entonar su canto. Herminia se acordaría siempre de la fecha: era un sábado, veintidós de agosto de mil novecientos veinte. Enrique se excusó por momentos de Herminia, se dirigió al salón, y después de saludar a los invitados con la cortesía que lo caracterizaba, penetró con paso firme en el despacho del tío y tutor de su prometida.

            - Si no me da la finca de “La Media Luna” no me caso con Herminia.

            Enrique había descuidado la puerta de acceso al despacho y Herminia, que lo había seguido entusiasmada, escuchó todas y cada una de sus palabras.

            A partir de aquél día fue otra persona; quedó marcada para siempre por una pena interior y por la vergüenza pública ante la sociedad.
            Meses después, Enrique le pidió perdón y quiso volver a empezar arrepentido, pero ella era una mujer con dignidad a pesar de haber sido plantada el mismo día de su pedida.

Habían pasado casi cuarenta años. Ya sólo le quedaba el cepillo de plata con relieves y el recuerdo.

            Aquella mañana, como todas, Herminia terminó de peinarse, enrolló con firmeza los mechones de pelo blanco y los recogió en un discreto moño sujetándolos con horquillas. Se secó la mejilla izquierda, elevó su cabeza inclinada y salió del dormitorio dispuesta a enfrentarse a un nuevo día.

jueves, 19 de enero de 2012

La alegría de Benito

Benito era un ciego muy simpático. Vestía corbata y traje bien combinado. Caminaba de forma destartalada usando dos bastones corrientes, pero iba deprisa, seguro de no equivocarse. Deambulaba contento y silabando sin reparo.

Un día no pude resistir y, cediendo a mi curiosidad, le pregunté al respecto. Me contó una extraña historia acerca de un tren de la esperanza, de una gruta, de un agua que no moja... Su voz, comenzó entonces a temblar. "No conseguí que la Señora iluminara mis ojos, pero una muchacha se acercó hablándome con dulzura y hoy es mi mujer. Ella es mi vista, mi luz y mi apoyo. La Señora me dio mucho más de lo que le pedí".

29 de marzo de 2010

miércoles, 18 de enero de 2012

Los suspensos de Marco

En clase apenas hablaba, era educado, limpio y estudioso. También ¿por qué no decirlo? guapete y alto para su edad. Alicia, su profesora, no comprendía nada: Marco se pasaba horas frente al libro y suspendía un examen tras otro.

Era evidente cierta timidez en el niño, pero aquél martes llegó cabizbajo y permaneció así durante toda la mañana. Alicia se le acercó en mitad de la clase y elevó con suavidad su rostro. Bajo la barbilla, el chico ocultaba una incisión cosida con cinco puntos de sutura.

X- 17 de marzo de 2010

Un paseo por la ribera

La conocí uno de esos días festivos que aprovecho para salir de paseo. Me gusta enriquecer la vista con los monumentos del casco antiguo, el verdor de los jardines y la ribera del río Tajo.

La encontré parada en mitad de la Plaza, erguida, dirigiendo la mirada a lo alto de un ciprés. Yo iba a descansar en un banco frente a ella pero me detuve, sentí cierto apuro en el momento en que iba a sentarme tan próxima entre su figura y el objeto de su mirada. Lo cierto es que no reparo en hacer lo mismo: suelo plantarme en medio de una plaza para observar la naturaleza sin importarme lo que piensen las personas que deambulan por allí. Durante mi paseo anterior había hecho lo propio para avistar los nidos de golondrinas. Por estas fechas hay especies de aves que nos visitan y se marcharán pronto a otros lugares lejanos, exóticos, fascinantes. Y es ahora el momento idóneo para disfrutar de sus encantos, matices y espontaneidad. Eso ocurre también con las personas pero estamos tan obcecados con nosotros mismos que no caemos en la cuenta.

Opté por colocarme a su lado y dirigir la mirada, como ella, al ciprés. El canto, lleno de matices, provenía de una zona oscura. “Está oculto. No se le distingue”, le indiqué. Entonces ella aprovechó para hablarme de una especie curiosa con una bella franja en el pecho, y yo, de otra pequeña, de color verde oscuro sin franjas, cuyo canto supera a las más hermosas sinfonías; también de mi padre, que conocía el nombre de las aves, su forma, colores, nidos, cantos y costumbres. Y seguimos juntas el paseo hacia el río charlando sobre golondrinas, jilgueros, mirlos y gorriones, y sobre la herencia no genética de los padres ausentes, y la continuidad de la vida en aquellas personas a las que transmitimos mucho más que la sangre.

Cuando llegamos al río me habló de una ruptura. Su matrimonio había fracasado y ella nunca pudo superarlo. Me invitó a cruzar el puente de hierro para avistar mejor una zona donde los patos acudían en busca de alimento. Desistí al sentir vibrar las chapas metálicas bajo mis pies. Me excusé y cambiamos juntas de rumbo. Ella quiso acompañarme hasta el final de mi trayecto para, después, continuar su paseo por la ribera. Entonces preguntó mi nombre y yo el suyo, y seguimos compartiendo sentimientos. Ana identificaba las aguas con la libertad, y yo le hablé sobre la fascinación que siento por el mar.

Llegué a casa emocionada. Comenté el encuentro con mi esposo y reflexioné: “¡qué extraño! Era la primera vez que alguien no me hacía preguntas. A mí tampoco me gusta cotillear; prefiero que las personas hablen sobre sus problemas o quehaceres sin ninguna coacción. Por otro lado… ¡cuántas coincidencias!: el gusto por las aves como unión con la naturaleza, la fascinación por las aguas del mar y el caudal de los ríos…”. Y entonces caí en la cuenta. La clave estaba en la palabra libertad. Yo también experimento una fuerte y extraña sensación de libertad cuando observo las olas del mar y el sol me produce paz en una sublime conjunción. Nos unían las aves, las aguas, la libertad… y también una ausencia: Ana sufría la pérdida de su marido y yo la de mi padre.

Después de tantas reflexiones concluí que volvería al día siguiente. Y así lo hice. Me coloqué el chándal e inicié mi caminata con ilusión. Según me aproximaba al río iba percibiendo, cada vez con mayor intensidad, un sinfín de sirenas y bullicio. Pensé en Ana. No puedo recordar cómo crucé el puente y llegué a la orilla, ni cómo logré abrirme paso entre la gente. Sí recuerdo que vi un pequeño grupo de buzos en una balsa. “¿Qué ha ocurrido?” –pregunté al aire-. Entonces, oí una voz ronca: “Parece que alguien intentó echar comida a los patos y cayó al agua”. En ese momento me quedé aturdida, con la visión borrosa y la seguridad de que ya nunca volvería a pasear con Ana.
  
Se trata de uno de mis textos publicado en el libro "De la vida y otros viajes". Autores: Joan S. Alós Batlle, Isidoro Filella Baldoira, José Luis Muñoz Boix, Rosa María Pedroche Martínez, María Luisa Sánchez Vinader, Assumpta Solsona Cabiscol y Eva Torres Giménez.
  

martes, 17 de enero de 2012

Un café en la estación

Roberto no podía comprender su actitud: ¡Le apetecía estar solo! No había dicho a sus hijos que llegaría aquella tarde, ni siquiera que iba a visitarlos. Pocas veces en su vida había disfrutado de momentos propios, al menos desde que su mujer falleció. Agradecía el interés de familiares y amigos pero necesitaba reflexionar sobre cambios importantes para no dejarse vencer por la tristeza.

Tomó asiento en una mesita redonda, pidió un café con leche, suspiró profundamente y dedicó largos minutos a escuchar el murmullo de voces próximas y lejanas, a imaginar historias protagonizadas por los ocupantes de otras mesas. Debían haber llegado algunos trenes, pues en poco tiempo la terracita se llenó. Una chiquilla jugaba correteando entre las mesas mientras devoraba crujientes ganchitos. Roberto sacó la bolsita de tabaco, un antiguo mechero dorado recargable y aquella pipa de color nácar que años atrás le había regalado su esposa por Navidad. Con lento ritual cargó la pipa, prensó bien el tabaco, lo encendió y dio las primeras caladas; al principio cortas, después profundas y humeantes…

Mientras aspiraba el humo, Roberto distinguió la figura de una mujer que se acercaba a su mesa; llevaba un traje crema y el bolso de viaje marrón haciendo juego con los zapatos. Caminaba con cierto estilo, de forma elegante aunque algo desnivelada. Con un ligero movimiento comprobó que no quedaba ninguna mesa libre. Ya enfrente, la mujer, como distraída y casi sin mirar, le preguntó si le permitía sentarse con él pues aún debía esperar dos horas hasta la partida del tren de las cinco.

Roberto carraspeó. Por fin pudo aclarar la garganta y asentir con palabras que a él se le antojaron torpes. Se inclinó levemente y con un ligero ademán señaló la silla.

- Por favor… sea tan amable. Hará compañía a un viejo solitario.

Elisa no pudo responder. Permaneció un rato con la cabeza inclinada y cuando la entornó pudo sentirse como un viajero en su embarcación sin posibilidad alguna de rectificar la trayectoria. Sin poderlo evitar, fue recorriendo aquel rostro de facciones elegantes, cultas, educadas; esos gestos vigorosos marcados por el dolor, y a la vez por la dulzura. La nariz recta le imprimía personalidad; también la boca: grande, sincera, de gruesos labios dibujados por un enorme bigote gris –casi blanco- como su pelo.

En poco tiempo, Elisa se sintió relajada de nuevo, pero más viva, más enérgica y animada que nunca. Notó en su cuerpo el abrigo de la amabilidad, de la acogida, de la confianza. Al cabo de un rato Roberto ya no era un desconocido: charlaba con él de sus gustos y manías, de lo absurdo de su vida… Con toda familiaridad Elisa escuchaba la carraspera de Roberto, observaba cómo elevaba las cejas y soltaba ruidosas carcajadas…

Roberto no podía comprender que una “mujer, MUJER” –como él solía decir- no se hubiera casado; y en el transcurso de la conversación, se lo planteó abiertamente. Elisa le contó una historia; algo sobre un novio, una separación… Nunca más quiso enamorarse.

Tras el relato de Elisa, surgió un largo silencio y la pipa de Roberto se apagó, pero él no volvió a encenderla. Se quedó mirándola. Llevaban mucho tiempo hablando como viejos conocidos sin haberse revelado sus nombres, más el tiempo no parecía transcurrir para ellos.

Frente a su mirada, ella se turbó… Aquella carcajada, la carraspera, las cejas elevadas durante la conversación… A Elisa le parecía conocerlas. Y el mechero que había sobre la mesa también.

Sonó el altavoz: “Se avisa a los señores pasajeros que el tren de alta velocidad con destino a Zaragoza efectuará su salida dentro de unos instantes”.

La niña tropezó con la maleta de Roberto y Elisa volvió la mirada. Entonces vio la tarjeta adherida y notó en el pecho los fuertes latidos de su corazón. Rezaba: Roberto Alonso de Urquijo. Se levantó del asiento compulsivamente.

Roberto asió con fuerza su muñeca en un ademán de no querer dejarla partir. Al poco tiempo, el reloj de la estación marcaba las cinco y cinco de la tarde y la muñeca de Elisa seguía entre sus manos.

Uno de mis relatos. En el libro "De la vida y otros viajes". Autores: Joan S.Alós Batlle, Isidoro Filella Baldoira, Rosa María Pedroche Martínez, María Luisa Sánchez Vinader, Assumpta Solsona Cabiscol y Eva Torres Giménez

lunes, 16 de enero de 2012

El vestido de Mercedes

Mercedes iba en el asiento trasero del carruaje. El polvo se había impregnado en el vestido que su esposo le había regalado meses antes, cuando la llevó a Puebla del Castillo. Una leve sonrisa asomó a sus labios al recordar. Ese día Alberto la levantó por los aires ante las risitas de la servidumbre, golpeó la puerta con el tacón de su bota derecha y entró en la casona con Mercedes. El rubor había brotado en sus mejillas pero no importaba. Repleta de emoción, besó al hombre con el que días antes había contraído matrimonio. Después de comer, Alberto la acompañó a la que sería su alcoba. Allí, extendido sobre la cama, encontró un vestido de seda verde; era el primer regalo que Alberto le hacía como marido.


Aquel martes 12 de septiembre era un día árido, y en Puebla del Castillo y alrededores, el calor seco endurecía los rigores del camino. El asiento del carruaje golpeaba los huesos de Mercedes en cada uno de los baches; los pensamientos también le golpeaban las sienes. Nunca olvidaría la clara mañana en la que se dispuso a visitar a Castora, enferma de tisis; llevó a su chabola al médico del pueblo y permaneció con ella el resto del día aliviando su dolor. Castora le pagó con una sonrisa forzada y le suplicó que llevara a su hija a la casona y la pusiera a su servicio; le rogó que la sacara de aquel antro y le dijo que no moriría en paz hasta que no oyera de sus labios la promesa. Entonces Mercedes prometió y cumplió, y llevó a la joven a su casa.


Ya se veían las humildes casas del pueblo vecino.
- ¡Mire, señorita! ¡Estamos llegando al puente San Benito! ¡Mire los saltos del río, y los peces que asoman haciendo anillos en el agua…!
Pero Mercedes no podía apartar de su mente la imagen de Marta, la hija de Castora, la joven protegida que acogió en su hogar como a una hija; no podía olvidar aquellos ojos negros ingenuos, aquel rostro dorado, aquel cuerpo perfecto de niña y mujer; cuando la sorprendió probándose el vestido.


Pasaban ya por las calles de San Benito; atravesaban los vericuetos marcados por hileras de casas recién jalbegadas, blancas, limpias, impolutas. El caballo casi rozó a una mujer que cruzaba la calle con un niño en brazos. Airada, escupió a Mercedes al pasar el carruaje y gritó:
- ¡De esta gente es la vida!
José apuró al caballo.
- ¡No haga caso, señorita! ¡Esa fulana no sabe lo que dice!
Mercedes no contestó, sólo sintió una opresión en su pecho agitado que apenas la dejaba respirar.
Ya de nuevo en el camino abierto, José paró el carruaje y la ofreció el botijo que guardaba en las viejas alforjas que la noche anterior había atado con esmero. Mercedes bebió un pequeño trago y agradeció con la mirada.
- Sólo nos queda una hora de camino. Llegaremos a Villa del Rey a la hora del almuerzo. Intente dormir un rato. Pronto estará de regreso con sus hermanas.
Mercedes tomó la mano ruda de José entre las suyas:
- No sabes cuánto te agradezco lo que haces por mí. Ahora me alegro de tu insistencia por venir conmigo a Puebla del Castillo aunque tuvieras que dejar a mi familia. Continúa, José, quiero llegar cuanto antes a mi casa.
José acarició en la frente a su caballo alazán y continuó el viaje. Mercedes se quedó dormida observando los movimientos de José con una profunda gratitud y familiaridad. No podía calcular el tiempo que había pasado cuando despertó; entonces no pudo evitar los recuerdos más dolorosos y vio de nuevo, como en una pesadilla oscura, la puerta entreabierta del cuarto de Marta, escuchó el horroroso jadeo de la pasión y la voz inconfundible de Alberto. Aquella fue la última vez que la oyó.


- Despierte, doña Mercedes. ¡Mire! a lo lejos se ve el pueblo. Estamos llegando a casa. Allí podrá quitarse ese horrible vestido para siempre.

Se trata de uno de mis relatos que aparece en el libro "DE LA VIDA Y OTROS VIAJES". Autores: Joan S. Alós Batlle, Isidoro Filella Baldoira, José Luis Muñoz Boix, María Luisa Sánchez Vinader, Assumpta Solsona Cabiscol y Eva Torres Giménez.

sábado, 14 de enero de 2012

Los nombres

Hola. Soy Andrés, o Pedro, o Enrique, o Juan.
Me gusta jugar con los nombres. Los NOMBRES… ¡Qué bien suenan los nombres!

Cuando uno tiene nombre y alguien lo llama, vuelve la cabeza con una sonrisa y nota que todo su cuerpo se estremece.

¡Cuánto me hubiera gustado tener un nombre!
Así, de mayor, me habría comprado un colgante con todas sus letras:  J_O_S_É  M_A_N_U_E_L. ¡Qué pasada!

Siento correr una lágrima por mi mejilla, pero tampoco tengo lágrimas ni mejilla. Por no tener, no tengo ni VOZ.

Lo único que he deseado siempre con todas mis fuerzas ha sido pronunciar la palabra MAMÁ. La palabra MAMÁ es como un susurro que te abraza y que abraza, es como una brisa que recorre prados y veredas, como una suave canción de CUNA. ¡Qué maravilla cantar la palabra mamá, abrazarla, balbucirla, gri-taaar-laaaa…!

Pero yo no tuve cuna para nacer. Tampoco una cuna para morir. Mi pañal fue una bolsa de basura negra que me cubrió todo, todito, y ahora mi cuerpo desnudo y destrozado se descompone entre los restos y el hedor de porquerías.

¡Qué bien se estaba en tu juguito, mamá! ¡Cuánto te quiero! Hasta que tu juguito se volvió veneno y me quemó por dentro. Me retorcí durante un rato muy muy largo y horroroso. Me perdí tus besos, mamá; me perdí tu canto, mamá; me perdí tus pechos.

Ahora floto en una nube muy blanca, pero estoy solo. Haremos una cosa: intentaré hacerte un huequecito aquí, a mi lado, en esta nubecilla, para que algún día estemos juntitos, juntitos, como antes, como siempre.

Fdo. Me llamaban feto. ¡Qué nombre tan horrible!.

Uno de los métodos que se usan para provocar el aborto consiste en sacar una pequeña cantidad de líquido amniótico con la introducción de una aguja a través del abdomen de la madre. Con la misma aguja se inyecta una solución salina que se traga el niño quemándolo por dentro. Se puede ver perfectamente cómo se retuerce hasta morir. Su cuerpo acaba en una bolsa de basura.