viernes, 20 de enero de 2012

El cepillo de plata


            A Herminia le gustaba cuidar su pelo. Cada mañana, tras el aseo diario, se paseaba por el jardín dejando que la brisa fresca le acariciase las sienes. Sus largos cabellos blancos ondeaban sueltos con libertad.

            Luego Herminia subía los dos peldaños que conducían al interior de la casona. Tenía que recorrer un pasillo largo y oscuro hasta llegar de nuevo a su alcoba.

            Orden, esmero y ternura reinaban en todas y cada una de sus pertenencias. La cama era de noventa y estaba cubierta por una colcha lisa de un color crema claro que entonaba con el ambiente de la habitación.

            Aquella mañana, como todas, Herminia se sentó frente a un enorme espejo y alisó sus cabellos con un bonito cepillo de plata. Una lágrima recorrió su mejilla izquierda con tranquilidad, sin aspavientos…, y se deslizó con la madurez con la que una pena honda, larga y profunda recorre las entrañas.

            Mientras cepillaba un mechón, se acordaba de Enrique, de su pelo rizado, de sus grandes ojos negros, del porte elegante de su talle, de la fuerza de sus brazos.

            Él fue quien, años atrás, la había regalado aquel cepillo de plata con relieves de flores y cerdas suaves de color crema claro. Él fue quien un día le prometió amor eterno y le pidió matrimonio. Él, quien preparó por todo lo alto la fiesta de pedida y convocó a padres, hermanos, tíos y primos.

            Hacía ya años que Herminia había quemado las cartas de Enrique y le había devuelto los pendientes de pedida, pero no había podido deshacerse del cepillo.

            La misma noche de la infamia, Enrique y Herminia se encontraban solos en el jardín mientras los invitados charlaban en el salón de la casona. Enrique acariciaba el pelo de Herminia con dulzura. Una música de organillo llegaba tenue hasta el jardín y animaba a los grillos a entonar su canto. Herminia se acordaría siempre de la fecha: era un sábado, veintidós de agosto de mil novecientos veinte. Enrique se excusó por momentos de Herminia, se dirigió al salón, y después de saludar a los invitados con la cortesía que lo caracterizaba, penetró con paso firme en el despacho del tío y tutor de su prometida.

            - Si no me da la finca de “La Media Luna” no me caso con Herminia.

            Enrique había descuidado la puerta de acceso al despacho y Herminia, que lo había seguido entusiasmada, escuchó todas y cada una de sus palabras.

            A partir de aquél día fue otra persona; quedó marcada para siempre por una pena interior y por la vergüenza pública ante la sociedad.
            Meses después, Enrique le pidió perdón y quiso volver a empezar arrepentido, pero ella era una mujer con dignidad a pesar de haber sido plantada el mismo día de su pedida.

Habían pasado casi cuarenta años. Ya sólo le quedaba el cepillo de plata con relieves y el recuerdo.

            Aquella mañana, como todas, Herminia terminó de peinarse, enrolló con firmeza los mechones de pelo blanco y los recogió en un discreto moño sujetándolos con horquillas. Se secó la mejilla izquierda, elevó su cabeza inclinada y salió del dormitorio dispuesta a enfrentarse a un nuevo día.

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